Un miércoles abrí los ojos en el infierno. Fox estaba muerto. Dante y Guevara
intentaban parar una hemorragia en el cuello de Cooper, pero poco había que hacer.
Al intentar incorporarme descubrí que tenía restos de metralla en la pierna, pero podía
caminar. Los oídos me pitaban y tenía la sensación de estar cubierto de sangre.
Luwati, el comandante de mi unidad, se acercó a mí con una especie de trapo al tiempo
que sujetaba uno parecido en su cabeza.
— Ponte esto en la pierna. ¿Puedes andar?. El equipo de Malik está en camino, pero los
tanques de daesh ya casi están encima.
— Creo que sí — Respondí— ¿Cuántos son?.
— No los suficientes, venga, arriba, acércate a Fox y recoge el lanzagranadas, tenemos
que ganar tiempo.
Me acerqué como pude, cojeando y aguantando las ganas de vomitar, al cuerpo
destrozado de mi amigo, y recogí el GL06 de entre sus tripas. Asomé la cabeza
valiéndome del brazo para no besar la arena y pude ver al menos tres T-55 descargando
proyectiles sobre la compañía americana que nos acompañaba.
Miré hacia atrás para comprobar que mis compañeros seguían con vida y apunté por la
mirilla. Habría como unos doscientos metros hasta el blindado así que intenté calcular la
caída del proyectil como pude y disparé un par de granadas.
La buena noticia era que la mayoría de los carros soviéticos que utilizaba el Estado
Islámico habían tenido una larga vida y su blindaje estaba muy desgastado.
Con el primer impacto, el blindado paró en seco, y con el segundo explotó en mil
pedazos, matando o hiriendo a unos cuantos combatientes que estaban a su alrededor.
2
El ruido era una orgía macabra de las peores sensaciones humanas: los gritos de los
heridos, por el dolor, los gritos de los que intentan ayudarlos, el ensordecedor sonido de
las ametralladoras y los fusiles descargando fuego por todas partes. Alguna bala
perdida, que si bien no es especialmente ruidosa, el horror que provoca escuchar una de
esas silbar cerca de uno es inconmensurable. El terrible ruido de los tanques y sus
cañones, y el temblor de la tierra al estar cerca de uno.
Escuché a los americanos que se aproximaban por el flanco pero Daesh estaba encima.
Pude oír a Luwati encomendarse a Alá y sacó una granada de su cinturón. Era un
hombre tan valiente que me sentí culpable de tener tanto miedo.
Mi última granada. Recordé haberla utilizado para intentar paralizar uno de los
blindados. Estaba determinado a no dejarme coger con vida, pero no tenía con qué
hacerlo.
Saqué la pistola, temblando. Mi vida se había acabado y era totalmente consciente, y las
gotas de sudor caían por mi frente sobre la mira metálica del arma. Accioné la pistola y
el cargador se deslizó sobre mis piernas, malheridas.
´´Me quedan seis disparos´´. Pensé. ´´Cinco por el pueblo kurdo, la última para mí´´.
Luwati se me adelantó. Había cuatro soldados de la yihad a menos de dos metros de la
línea defensiva, cuando mi comandante dejó caer la anilla de su granada junto a mi, se
incorporó con un resorte y gritando algo que no logré entender, se abalanzó sobre las
bestias dejando una humareda y su propia vida en el camino.
Dante se acercó a mí, cargando el aún caliente cadáver de Cooper.
— La brigada americana ha conseguido abrir una brecha para que podamos salir con los
heridos. Lo que no saben es que no hay heridos. No queda nada. ¿Puedes correr?.
Me impactó que no me preguntase ´´¿puedes andar?´´ sabían perfectamente que no
podrían cargar conmigo, y hasta yo lo sabía.
3
— Sí. Hemos ganado algo de tiempo, ¿y Guevara?
Apareció detrás de Dante, arrastrando lo que quedaba de Fox.
Corrimos unos trescientos metros, hasta que las balas volvían a silbar a nuestro lado.
Supimos entonces que los chicos de Minnesota habían caído, y supimos también que
había muerto demasiada gente como para dejarnos capturar.
Corrimos durante al menos veinte minutos a través de una tierra baldía mientras
proyectiles venidos del mismísimo infierno nos arrancaban trozos de la tela de las
cazadoras. Uno de ellos impactó en la cabeza de Cooper, produciendo un sonido que a
día de hoy me produce una angustia infinita.
Dante, que estaba empezando a sufrir una crisis nerviosa, dejó caer el cadáver de su
mejor amigo al suelo, impotente y maldiciendo hasta el último pedazo del cielo y de la
tierra.
Guevara hizo un alto para hacer entrar en razón a un cada vez más histérico Dante. Yo
comenzaba a ponerme nervioso; no teníamos nada que hacer ahí, no teníamos munición,
ni refuerzos. Por no tener no teníamos ni un sitio al que ir, ni órdenes ni tampoco un
maldito mapa. Empecé a entender a Cooper y me guarnecí tras una gran roca sacando
mi cuchillo.
´´Sigo teniendo una bala´´. Solía recordarme cada cierto tiempo.
Escuché el acongojante silbido de un mortero que iba a caer cerca. La explosión movió
varias laderas del barranco en el que empezábamos a adentrarnos. El incidente me roció
la cara de grava y fue entonces cuando recuperé el control sobre mí mismo.
— ¡Corred! ¡Por el barranco no nos podrán seguir si siguen descargando morteros!.
Tras esto caí en la cuenta de que recuperé el control sobre mí mismo y sobre Guevara,
pero Dante seguía enloquecido, lanzando piedras, y comprendimos que no quería seguir
huyendo. Ya había tenido suficiente. En ese momento, aquel chico, de apenas veinte
4
años, que pensaba que la zapatería de su madre no era para él, decidió enfrentar al
mayor horror que el mundo haya conocido, solo él y su rifle, y su maltrecho hombro en
su maltrecha figura, poseído por el espíritu que sólo el que empuña un arma por sus
ideales es capaz de entender y venerar, afrentó a la bestia mirando a la muerte a los ojos,
con unos ojos, sus ojos, que hasta la parca misma habría temido, hasta que finalmente y
temblorosa, ésta sacudió su guadaña.
Tuvimos que dejar a Fox también ahí. Pensar en lo que esas alimañas harían con el
cuerpo de nuestros hermanos. Pensar no ayudaba, sólo había que correr.
Era miércoles y hacía exactamente cincuenta y un miércoles que me presenté en las
afueras de Alepo, cuando Luwati fue ascendido a capitán y Fox conservaba las tripas en
su sitio.
Me vió aparecer, arrastrando mi mochila y con las zapatillas que traje de casa desatadas,
se acercó a mí y en un inglés muy básico me dijo que mi única obligación con él era no
morir o dejarme capturar.
— Eso sería lo fácil, y aquí lo fácil no sirve.
Qué estúpido me sentí. Estaba rodeado de gente que su única opción era la guerra, y yo
un voluntario. Era extraño. Por un lado los civiles nos miraban como a héroes, pero por
otro lado se sentían temerosos, en cierto modo desconfiados. Y era lógico, ningún
extranjero les había puesto las cosas fáciles. Tenían razón. Lo fácil sería morir. La única
facilidad que los extranjeros habían traído al pueblo kurdo.
Luwati era un profesor de Historia antes de la guerra. Fox entrenaba un equipo de
baloncesto en Galway y Cooper era uno de los médicos de toda Tesalónica.
Pero no fueron los únicos que cayeron ese día.
5
Horas antes de la emboscada, en un hospital muy lejos del frente murió Eddie. Creo que
era una especie de mecánico. No estoy seguro, no hablaba demasiado, pero se le daban
genial todos esos cacharros que tenían en el cuartel.
Cada uno veníamos de un lugar diferente, y casi ninguno hablaba inglés, pero éramos
una familia.
Una vez un periodista ruso que vino a pasar unas horas al cuartel de Mosul me preguntó
si entre todo aquel caos y en medio de todos esos horrores había algo bueno.
No supe responder, porque la ira y el deber me cegaban demasiado, y no presté más
atención al tema. Pero episodios como el de aquel miércoles me hicieron reflexionar. La
guerra es lo peor que existe en este mundo, pero el hecho de que existan personas
capaces de arriesgar su vida por una causa justa es de lo más bello que tiene la
humanidad, y ahí estábamos. Un grupo de gente normal, con profesiones normales, en
el sitio más surrealista y aterrador en el que un grupo de gente normal, con profesiones
normales pueda estar, formando una familia, un vínculo eterno entre hermanos y
hermanas, haciendo frente al terror y la tiranía.
Buen viaje, camaradas.