11.19.2016

Distopía.

Estábamos colocados como nunca y el sol me acariciaba los hombros con sus cancerígenos dedos. Tony se había colgado por los pies de un columpio que había cerca de la piscina, mientras Dorothy, la perra de Bobby, le lamía la cara.
Bobby había renunciado a su bañador y buceaba buscando su pulsera favorita. Yo flotaba ajeno a sus quehaceres sobre una colchoneta de promoción de una ortopedia, cuyo dueño, imagino, tenía un gran sentido del humor.
Hacía siglos que no estaba tan en paz y la brisa y Bob Dylan lo acentuaban; había quedado con Layla esa noche para tomar una copa y necesitaba anestesiarme.
No me malinterpretéis, sin embargo, porque era una chica fantástica y preciosa; hasta que empezaba a hablar.
Tenía una voz horrible, entre aguda y forzada, como cuando alguien intenta imitar a un actor de doblaje, pero al natural. La muy imbécil.
En cambio tenía gestos, miradas, y un sinfín de detalles que a ratos me volvían loco.
También tenía un culo que era para enmarcar, pero estoy totalmente seguro de que no salía con ella por eso.
Y si fuese así, ¿qué más da?. Ella sólo salía conmigo porque había leído mi primera novela en el instituto y me veía como a una especie de mesías del amor espontáneo y la prosa vacía y carente de mensaje.

— ¿Cenamos?
— Son las seis de la tarde.
— Pero yo tengo hambre.

Apurando el poco cigarrillo que me quedaba entre los dedos, escuchaba a mis dos amigos tener una de las conversaciones más absurdas que he tenido el placer de presenciar en toda mi vida.

— Yo también tengo hambre. ¿Cenamos?.
— ¿Ahora? No sé, colega, es pronto.
— Nunca es tarde si la dicha es buena.
— La pizza es buena.
— La pizz..es la..olvídalo. Conway, ¿te apetece comer algo?.

La pregunta de Bobby me hizo dudar. Me dí cuenta que no sería muy difícil ponerme cualquier cosa y conducir hasta la pizzería del puerto, que sólo estaba a ocho millas. Era miércoles, y los miércoles abrían su buffet libre de pizzas por un puñado de dólares.

— Guay.


Tras algunas dificultades, Tony se deshizo de Dorothy y Bobby consiguió ponerse unos pantalones, así que cogimos la vieja camioneta de la difunta abuela de Bob y condujimos de forma responsable desde las afueras de Green Valley hacia el puerto de Heavenway, que, según mi impresión ennegrece absolutamente todo lo que hay a su alrededor.
Era verano, y hacía mucho calor en Green Valley, en las montañas, un día perfecto para nadar; pero cuando llegamos al puerto de la ciudad, estaba nublado. Siempre está nublado en Heavenway, y un aire frío recorría las calles.
Y yo en mangas de camisa, y con la cabeza como un tiesto, me aferro a la esperanza de que les quede pizza barbacoa. Por lo general no me gusta, pero el paladar de un hombre expuesto a los inconmensurables placeres del THC es un paladar distinto al de un hombre sobrio.

Pusimos un par de pavos en el limpiaparabrisas a modo de ticket, ya que los parquímetros los arrancaron los psiconautas  para meterse media micra de perico mal cortada, y anduvimos tres o cuatro manzanas hasta la pizzería.

La reflexión del imbécil.


Como siempre, el marketing barato nos jugó una mala pasada. En hora y media nos habían servido cuatro pizzas medianas y, dolidos porque nos pusieron la miel en los labios y después nos tiraron un manguerazo de mierda caliente, apuré de entre mis amarillentos dedos otro cigarrillo y bebí de mi vaso hasta que no pude echar mi cuello más hacia atrás.
— Podíamos pasar el fin de semana en la montaña. Coger unas tiendas de campaña, unas sillas y algo de hierba e ir a ver las estrellas.
Bobby captó enseguida nuestra atención.

— Yo quiero estrenar mi hamaca.  
— Ron se apunta. ¿Tony?.
— No sé colega. Me da miedo estar en la montaña de noche.

Con un gesto dramático, Bobby colocó de una forma totalmente ensayada la palma de la mano izquierda, porque él era zurdo, como yo, sobre su frente,e hizo un ademán de levantarse. Tony frunció el ceño. Seguramente porque estaba demasiado colocado como para distinguir si todo aquello era real. Y, diablos, en algunos momentos yo también lo hacía.

— ¿Miedo a qué? — Concluyó mi gigantesco amigo.
Tenía muchísima sed, pero la conversación se iba a poner interesante y por nada en el mundo me lo
perdería.
— Animales salvajes.
Un grupo de chavales más jóvenes y más sobrios que nosotros habían pegado la oreja a nuestra mesa y se oían las carcajadas desde lejos.
— Animales salvajes — Repitió Bobby, con una sonrisa enorme mientras se acercaba un enorme trozo de pizza, el último de hecho, a la boca.
— Ya sabes. Zorros y esas cosas.

— ¡Pero si el zorro es una puta mierda! Es el Nicholas Cage de los animales salvajes. Si los animales salvajes fuesen un país, el zorro sería Irlanda.
— Para un momento. Sabes que soy irlandés ¿no?, ¿qué pasa contigo, hermano?. ¿Un zorro irlandés? ¡Una puta mierda, tío!. Eres un racista.
— Los irlandeses tienen más en común con los zorros de lo que piensas: los hay por todas partes, comen cualquier mierda y parecen agresivos, pero a la hora de la verdad son inofensivos.
Tony dejó de escuchar tras su berrinche y estaba haciendo el laberinto del mantel de su bandeja.
— Se ve que no te has pegado nunca con un irlandés— Apostillé.

— No sólo te parten la cara sino que luego cantarán sobre ello. Te lo digo por experiencia. Además, yo de ti me guardaría mucho de maldecir a un irlandés en esta ciudad, ya sabes cómo son.

Cuando quise darme cuenta, mis dos colegas estaban uno junto al otro, discutiendo sobre el camino a tomar en el dichoso laberinto, así que yo me levanté, con mi vaso de papel en la mano, y un pitillo a medio encender entre los labios, y me dirigí a rellenar la bebida.

Las zapatillas o el suelo estaban pegajosas, y al andar se escuchaba ese sonido característico y desagradable que me saca totalmente de contexto. No distinguí muy bien entre la cola para pedir pizza y la cola del surtidor de bebida, así que estuve como diez minutos haciendo cola en la fila equivocada.
Cuando recuperé mi rumbo, descubrí con alegría que no había nadie delante de mí para rellenar la bebida.
Apreté una y otra vez el logo de la Coca Cola sin éxito. Moví el vaso.
No funcionó.
´´Maldita sea´´ Pensé. ´´Me muero de sed´´.
— Creo que tienes que empujar una palanca con el vaso, y no apretar el logo.
Una voz amistosa y afable que venía directamente de la cola de la pizza que acababa de abandonar, me hizo ver lo patético que era ver a un hombre ya entrado en los veintipico sin un gramo de amor propio, fumado y desorientado, peleando con una máquina de refrescos.
— Gracias. — Apunté—  Es que a veces soy un poco subnormal.
El amable caballero, un señor ya entrado en los cuarenta, acompañado de su mujer y un par de críos, rompió a reír de una manera un poco forzada, como queriendo suavizar la situación, cosa que tanto yo como su esposa agradecimos.
— ¡No te preocupes, que a mí también me ha pasado! — Dijo efusivamente, mientras agitaba el pelo de la cabeza de uno de sus hijos, que me miraba con atención.

Caminé de vuelta a la mesa, pensando en lo ocurrido. Pensaba también en Layla y en su culo, y me apetecía verla.
Pensé después en Layla y que tendría que hablar con ella y me apetecía menos verla.
Después pensé que una copa no me vendría mal y luego de eso pensé en si los ciervos tienen todos cuernos o sólo los machos o las hembras.
Me senté en mi silla mientras Bobby y Tony discutían aún con el laberinto, que habían resuelto a malas penas, mientras daba vueltas a la situación que acababa de vivir, y concluí:
— Pues tú, otro subnormal.


La parábola del té.


Sin apenas darme cuenta, me ví en un garito, llámalo esnob, llámalo veinte dólares por una copa.  Llámalo como quieras pero llámalo esnob también.
Era una especie de discoteca setentera remodelada para darle un aire elegante. Aún conservaba en el centro de la pista, que, a pesar de estar amueblada con sobrios muebles de madera con acolchado rojo, seguía siendo una discoteca, una bola de espejos de las que se suelen ver en locales de cuarentones con complejo de Peter Pan. Esos que siguen, semana tras semana, mareando una copa de ron cola y pidiendo al DJ que ´´por favor ponga otra vez a David Cassidy´´.  En fin, pasé toda la noche siguiendo con la mirada los dedos del bajista del grupo de funk que tocaba en el escenario, mientras asentía sin molestarme en mirar a Layla, que probablemente estaría intentando llenarme la cabeza de esa mierda grandilocuente que siempre sacaba en los momentos adecuados, principalmente cuando más me irritaba su voz cursi y su dichosa forma de gesticular.
— ¿Conoces la fábula del té?.
Necesitaba oírla callar de una puta vez.
— No, no la conozco.
´´Cómo la vas a saber, si eres estúpida´´, dije para mi, mientras con un más que entrenado movimiento de muñeca, apagaba el cigarrillo en el cenicero de la diminuta mesa del garito esnob.
— La leyenda dice que una tarde, Buda, estaba sentado a la sombra de un árbol, enfrascado en un pensamiento muy profundo.

Joder, sólo quiero colocarme y escuchar Blowin´ in the wind hasta desmayarme. ¿Qué hago aquí?.

— Entonces, — prosigo— , dado el grado de concentración en el que estaba, se quedó dormido, y al despertar había perdido el hilo de sus pensamientos.

Layla parecía atenta, mientras yo cogía otro pitillo y miraba de vez en cuando de reojo al bajista, que seguía acariciando los oídos de todo el que pudiese oírlo.

— Buda se enfadó mucho, tanto, que se arrancó los párpados y los enterró bajo el árbol en el que se
encontraba, para no volver a dormir jamás, y de esa forma no volver a perder el hilo de sus pensamientos. De ese árbol creció repentinamente el té, que como ya sabes, es excitante.

Layla seguía mirándome, ensimismada, y probablemente retorciéndose en su locura, porque llevaba más de veinticinco segundos sin abrir la boca. Yo dejé de mirarla, porque sabía que ahora tocaba volver a escuchar esa maldita voz.
— ¿Y por qué me cuentas esto?
Sabía exactamente qué era lo único que no tenía que decir si no quería parecer un cretino.
— Tú eres los párpados.

´´Genio´´.

Como era de esperar, se cabreó, y, captando mi mensaje, se fue sin decir una palabra.
Aunque a estas alturas, prefería ser un cretino a escucharla otra vez.
Hice un gesto con los dedos índice y corazón al camarero, con los mismos dedos índice y corazón con los
que sujetaba el cigarrillo, cosa que me encantaba, porque me hacía sentir como un verdadero gentleman.


Conforme se acercaba, y siguiendo mi pose de Sinatra, agité con energía el riedel, para que me trajese otra copa. Moriré solo y borracho cada día lo tengo más claro.

11.07.2016

Hipocondría etérea con nubarrones o la noche que me mataron por el puto Di Caprio.




Conforme cierro los ojos, un viento frío me desgarra y descubro que mis pies, desnudos sobre los fríos azulejos de la calle, sangran sidra y me hacen resbalar. Estoy al lado de un aparcamiento que solía estar al lado de mi casa, junto a un hospital, solo que ahora se encuentra emplazado en una jungla. Una chica que, podía o no conocer, está llorando junto a mí en posición fetal y con una mano al estilo facepalm oculta su rostro. Su brazo izquierdo, tembloroso, señala tras de mí, acentuando su llanto, haciéndolo tan ruidoso que creo, o no, que uno de mis tímpanos, y no sé cuál de ellos se me ha desprendido.
Me giro, tenso y decidido, y descubro medio centenar de tornados que asolan el aparcamiento, haciendo volar árboles y las motos. De repente un trueno. Y vaya con el trueno, que impacta en un puñetero coche y lo hace estallar, mientras unos chavales pasean a nuestro lado, charlando sobre fútbol y otras mierdas, ajenos al asolador caos que ameniza mis ronquidos.
Tengo sed y abro la boca para beber agua de la lluvia, pero el agua es Coca Cola Zero y casi me hace vomitar, por lo que agacho la cabeza y me concentro en el aparcamiento, que parece las afueras de la ciudad de Oklahoma, por lo de los tornados, vaya. Entretanto, una muchacha que salía de la compra, pasaba por allí con su coche y el tornado jefe, con una sonrisa pícara y odiosa, de esas que te dedica el típico cabrón, probablemente con carencias afectivas, cuando está a punto de, o te la acaba de liar, engulle a la atareada muchacha en una vorágine que Charmander me libre de padecer.
En ese punto eché a correr jungla a través y no era precisamente un jardín del edén. Y tropiezo, para no variar.
Entonces, con los pies aun escanciando sidra, descalzo y lleno de hojas de magnolio, estoy sentado en un taburete en la terraza de un bar, bebiendo cerveza, y entonces puedo respirar tranquilo.
Conmigo están Aristóteles, apurando una Budweiser, Leonardo Di Caprio, fumándose un porro tamaño jamaicano, y el ex presidente Kennedy con una venda en la cabeza, y hablan de fútbol. De sobra conocida es la afición al fútbol de estos tres compañeros de juergas, y yo que desde hace unos años odio ese deporte, me dedico a beber e intentar hacer oídos sordos a las palabras racistas de Donald Trump que suenan por megafonía. La de cosas que han cambiado desde que ganó las elecciones.
Al menos ahora la cerveza es gratis y obligatoria para todo varón de más de catorce años. Larga vida a Trump, o yo que sé.
La cuestión es, que sin apenas estar allí dos o cinco horas, una voz extremadamente agradable, en exceso quizás, o seguramente no porque soy imbécil, me toca el hombro y nos saluda a los cuatro.
    Buenas noches, caballeros — Aquello nos extrañó sobremanera a los cuatro amigos, puesto que eran las diez de la mañana, pero es un sueño y vete tú a saber en qué momento del día era aquello.
    ¿Qué tenemos por aquí? A ver si pueden ustedes, por favor, de darme todo lo que tengan esos putos bolsillos suyos antes de que me ponga nervioso.
Al girarme, para enfrentar, al menos con la mirada, al señor atracador, descubro que tiene una nariz larga de la hostia. No larga hacia adelante, como Cyrano de Bergerac; larga hacia arriba, como un pene, pero tamaño escoba y con un sombrero floreado muy divertido que alivió la tensión de la situación, ya de por sí absurda.
Kennedy, levantando la venda de su cráneo cadavérico, saca un par de monedas de la cuenca de un ojo. Di Caprio le entrega unas monedas hechas de madera orgánica, y Aristóteles pregunta qué es el dinero. Yo, en cambio y escondiendo el móvil, le entrego el par de billetes que me quedaba y sigo bebiendo.
El caballero de la napia interminable, me susurra al oído justo después de meterme la lengua en el tímpano que acababa de perder.
    Y ahora lo vamos a matar a usted.
    ¿Y a mí por qué?
    Pues porque dos de sus amigos ya están muertos, y el tercero es Leonardo di Caprio, y, para qué engañarle, adoro sus películas.
    Pues también es verdad. Cago en mi puta vida.
Desperté